Miedo

Prácticamente me había criado con Juan Carlos. Su casa estaba al final de un corredor largo, el piso lleno del polvo de ladrillo que iba cayendo de las paredes. Tenía una puerta pero nunca estaba cerrada, una cortina azul agujereada cuidaba la intimidad cuando el viento tenía ganas.
Pasé a tomar mate por la casa, había comprado unos cuernitos. Quería contarle lo de mi hermano José, necesitaba hablar con él. Entré a su casa sin avisar, como siempre. Esperaba encontrarme con su vieja, sentada, cosiendo algo. Sin embargo, me la encontré sirviéndole unas masitas a alguien que me resultaba conocido. Por un segundo pensé que estaba soñando, distintos elementos que no pueden convivir en un mismo escenario. La madre de Juan Carlos me habló.

¿Qué hacés Huguito? Él es Roberto López.

Escuché su nombre y lo repetí mentalmente unas cinco veces. No me cerraba. El Ropero no podía llamarse Roberto. Hacía un año más o menos que no lo veía. Lo habían echado de la tornería, se decía que andaba en algo raro. En todo ese tiempo tampoco lo crucé en ninguna esquina.

¡Ropero! ¿Cómo anda? ¡Tanto tiempo!

Estaba contento de verlo, significaba mucho. Me contó que se había ido del barrio, que ahora estaba laburando de vendedor. El misterio de su presencia en lo de Juan Carlos se aclaró cuando su hermana volvió del patio con la ropa seca, y le dio un beso en la boca. La quería como si fuera de mi familia, y saber que salía con El Ropero hizo que me sintiera orgulloso de ambos. Por unos minutos pude olvidarme del dolor que me causaba lo de José.
Un par de semanas después, mi vieja me dijo que se había cruzado con Juan Carlos en la feria. Como lo había visto muy nervioso, me aconsejó que lo vaya a ver. Cuando pude, fui para su casa. Ni bien me vio atravesar la cortina, me gritó furioso, como si me estuviera esperando.

Hace dos días que no sé nada de Mónica. Si le pasó algo te juro que lo mato al grandote ese.

Intenté calmarlo pero no hubo manera. Decía que El Ropero andaba vendiendo libros, que se juntaba con gente rara, que lo buscaban para hacerlo boleta. Y que su hermana no tenía nada que ver.
Cada vez que pienso en ese día todo me resulta borroso. Ya ni me acuerdo quién fue el que nos dijo que vayamos al riachuelo. Pero sí me acuerdo la cara de Juan Carlos poniéndose roja y el estallido de furia contra el portador de la noticia. Me acuerdo también que la noche anterior había llovido y estaba todo lleno de barro. Esos árboles con olor a eucalipto que me recordaban mi infancia. Tropecé mientras los miraba y me levanté como pude. Traté de limpiarme el barro de las manos. Saqué un cigarrillo y le ofrecí otro a Juan Carlos. Lo encendí rápido para ahogar toda la claridad que me empezaba a doler adentro. Sabía lo que iba a encontrar cuando llegáramos a la orilla.
Miedo a la muerte, a la locura, a la soledad. A que te saquen todo y te quedés con nada. La sabiduría de adoquines dice que el que tiene huevos es el que hace algo a pesar de eso. En realidad, los valientes son los que no tienen nada que perder: La Nada mata al Miedo. Sufrir abrazando la dichosa ausencia, reír ante cada golpe, gritar de furia, saberse derrotado.

Llegamos a la orilla y Juan Carlos se acercó a los muertos. Él estaba desnudo, ella tenía puesta la bombacha. Estaba encima de él, boca abajo, con el pelo lleno de porquerías. Bichos caminando por los cuerpos, algunos no los había visto en mi vida. La dimos vuelta y muchas cosas se le salieron de adentro. Miré lo que quedaba de El Ropero y lo recordé al lado del torno, diciéndome:

A esto no le tenés que tener miedo pero sí respeto.

¡La puta que te parió, Ropero! Tirado ahí, abierto, lleno de mierda, con un gancho de carnicero clavado en las costillas, con la cara toda deformada.

LA PUTA QUE TE PARIÓ.

Miré mis manos, llenas de barro y sangre con agua podrida. Un cascarudo caminaba despacio por una de ellas, parecía que estaba oliendo las líneas de mi piel. Lo apreté bien fuerte y sentí todos sus líquidos chorreando por entre mis dedos.

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